Verónica Sánchez Viamonte, vacas gordas en poesía salvaje


1

VACAS GORDAS
Me envuelven, se pegan,
acosan, me tapan,
pieles de grasa
de infinito vacío que va llenando,
vacas gordas pastando
             sobre mi cuerpo,
             en mi piel transpirada,
se cierran,
y quedo en el fondo
             reservada,
             muda.



2

a Emilia

Ponerte un nombre:
                  gracias.
A tus ojos inquietos:
                  rescate.
Hacer de madre
subiéndome a caballito
en cada cuento
siempre es ahora

dejo una puerta abierta
por donde pasan las dos
¡vengan!, acá estoy

ahora a las muñecas,
–“yo te cuido, bebé,
pórtate bien”–
vayamos a la plaza
a tomar solcito
multijuegos

otra vez
salto, descubro
ratos perdidos
caricias que recuerdo

te toco, te beso
digo tu nombre:
                 yo no me voy.

Estado presente del pasado de siempre
que buscaste la puerta
que no se cerró
veo en tus labios las viejas fotos
que no se sacaron
pero me acabás de contar.

¡Vení!, vengan,
necesito un abrazo
ya que
encontré tu nombre:
              todo el amor.


3

Las luces del puerto
son cruces
a mis ojos sumergidos,

los miro,
detrás de la cortina
un cristal gélido
nos separa

no quiero
que me encuentren
vacía de excusas
sólo los miro,

acaso los espero,

tiempos sin tiempo

quizás,
aprenda que el amor
es mudo
y en la profundidad
del mar
queme.


4

Cómo quitarlos
de mis sueños
para estar a mi lado,
cómo arrancarlos
de la angustia
como una daga
clavada en mi garganta,

así poder estar juntos,

cómo domarlos,
brutos impulsos,
cómo contarles
lo nunca escrito
aún ardiente en mi aliento

si pudiera...
si los tuviera...
¿dónde estarían?


5

trece pisos de caída.
un vuelo.
dejame, bajar al fondo
mi pecho apretado al tuyo
quiero ver tus ojos
                     no los recuerdo
mirame ahora, ¿sentís?
estás adentro mío
                     abrazame

quiero salvarte

sin embargo no puedo

no te asustes
estás conmigo, mamá
es que perdí los recuerdos
y me resisto

es el tiempo juntas que ya no siento
es Emilia que me ayuda
es mi cuerpo
                     el que no quiere ahogarse

te invento de nuevo.
tocá mi pecho agitado como te busca
no me dejes otra vez, mamá
como otras veces
yo no te dejo caer
                      sola

hacelo conmigo
volvamos juntas a la superficie.

En el filo balcón
               se mece,
planta que escupe veneno.

Y recoge
              a diario
el repudio del vecino

de uno que pasa,
uno solo,

que sabe a cuántos mató
que sabe a cuántos mató.

y volverá a pasar
solo, tal vez uno más,
volverá a pasar.










En: “Si Hamlet duda le daremos muerte. Antología de poesía salvaje”, Libros de la talita dorada, colección Los detectives salvajes, 2010.
Verónica Sánchez Viamonte (La Plata, 1974).

Foto: Carlos Aprea. Archivo de la talita dorada.

Andrés Szychowski, en poesía salvaje


INFINITIVOS

1.

Mirar la muerte de reojo
en un espejo debidamente
colocado.


2.

Cobijar
esta quietud.

Morder las uñas
del próximo silencio.


3.

Albergar
un demonio
en el lugar más visible.


4.

Subir
el precipicio
por esta ventana.



MILITANCIA

Estudio leyes escribo panfletos
voto discuto levanto la mano
en asambleas
el temor de encontrarte
en la avenida.



CENTRO

Atravieso el monte.
No termina.

Los cazadores temen llegar al centro.
Ahí donde empieza el silencio
y todo se abrevia.

Llevo horas arrastrándome
para evitar las espinas
de las tacuaras.
Sediento
escucho agua.
Sobre un arroyo maltrecho
tres mujeres lavan la ropa
de otro hombre.



CONVERSACIÓN

Hablamos.
Airadamente a veces.
Fija la lámpara. Toda la noche.
En la mesa, dos botellas de vino. Cartas.
Cigarros. Hasta que ya no hubo qué decir.
Como si las palabras se juntaran
de golpe
detrás de su cuerpo
del nombre detrás.



POESÍA

Asilo
en el rechazo.
Incomodidad
de lo
remoto.
Simular omisiones
hasta suprimir
el verso.
Subir por la caída.


En: “Si Hamlet duda le daremos muerte. Antología de poesía salvaje”, 
Libros de la talita dorada, colección Los detectives salvajes, 2010.
Andrés Szychowski nació en La Plata en 1976. Publicó dos libros de poemas: 
17 discos de música africana (2009) y La redundancia (2011).

Imagen: Tapa antología.

Roxana Páez, flor por nube


IV FLOR POR NUBE


El café con un vaso de horchata fresca,
que es dulce,
una leche de fruto,
para volver a la calma.

El tomate se frota contra la tostada,
un chorro de aceite de oliva,
encima la tajada de queso.

Mordí la pila blanda y crujiente.
Muerdo la carne del durazno.

Bajo del tren y retrocedo a pie
hacia la playa de Ocata.
Un kilómetro por la arena,
entre las vías y el mar.

Hombres desnudos,
con el sexo dorándose, un pedazo de pan.
Sólo uno de pie secándose,
el miembro perpendicular al torso
apuntando a otros hombres.

Llego a un punto de mi playa
de adpoción, entre el silencio
del vaivén de las cosas
y la risa colectiva.

Repetidos versos de las olas,
el vaivén.

Saco mi libro, mi libreta, mi lápiz,
mi corpiño.
Me zambullo.
Sólo estoy aquí,
y en ningún otro lugar.


Ayer a medianoche
di la vuelta a la Sagrada Familia
observando detalles en la oscuridad.

Bajo 3 estrellas,
el tipo sentado,
de piedra
ahí arriba
entre los arcos formados por la intersección
de patas híbridas de jirafa y elefante.
Maduro
hacia la infancia.

Soplé las velas en Ocata bajo las estrellas
con la luna poniente,
amarilla,
escenográfica.

Los chicos del chiringuito
sacaron del frío la torta de queso
con frambuesas, la botella de cava.

Estábamos descalzas
y pisábamos la arena.
Sé que nadé hasta las ocho y media.
Me sumergí y toqué un cuerpo.
El agua lo envolvió.
El agua lo tocó y lo dio vuelta.
Era mi cuerpo.

Sólo escribo en el mar donde llevo doce días
entre Cerdeña y Barcelona.

Ahora, dejo Badalona. La tormenta se acerca.
Me alejo del paisaje industrial.
Voy hacia Montpellier.

Voy escribiendo.
Yo era la luna,
él la tierra,
yo la tierra, él,
el sol.
Tenía el transfondo bullicioso,
los comentarios y reproches de Ma,
las estrellas, los grillos y los sapos,
entre las dos higueras,
en la galería montada
sobre los túneles de las hormigas.

Si leíamos  a la luz del farol
o jugábamos al scrabel,
a los palitos chinos,
éramos chicos y éramos chinos,
incluso Ma.
Los abejorros amenazaban
nuestra intimidad  y nos rozaban como pétalos
las mariposas nocturnas.

Yo estaba con él,
ellos estaban ahí.

En el verano,
ahora, no son mis amigos convidantes
ese trasfondo riente que intenta
y los reemplaza?

Yo llegaba con el baúl lleno de libros
en volkswagen, a pasar varias,
muchísimas semanas del verano.

Por eso no podía ser otra cosa que docente.
Si no, vistos mis impulsos
desde la infancia,
escribir y nadar,
sería indecente ?

Y ella con sus pucheros
esperándonos nos agobiaba
de culpa y laurel. ¿Por qué volver
a las 2 y a las 3 para el almuerzo?

A la noche el fuego de eucaliptus.

El humo, la carne crepitaba
y un chico se reía
al fabricar chistes verdes con su abuela.
Tenía a Robin de los Bosques de modelo,
y me dejaba experimentar con sus bucles,
sentado en un banquito.

Yo le quería leer
quería descubrir esas lecturas con él,

después de andar a caballo,
después del mar y la arena donde decía:

« Me voy a buscar un amigo ».

Dormía
o se iba. Jugaba por ahí.
Entonces dentro del bullicio
silenciado de la siesta
yo pasaba una hora conmigo.

Sobre todo aprovechar el silencio de Ma.
Pa ya
hacía tiempo que vivía
imperceptible entre el acantilado
y las raíces de un eucalipto,
en medio del terreno pendiente.


Todo después se convirtió
en pasar el día conmigo.
Esa riqueza,
esa pobreza.
La mente que ya
apenas se distrae,
sólo por el trabajo alimentario
y ni siquiera,
sólo cuando comparte la mesa
al atardecer y por la noche.

Los amigos tienen en común
no haber ido nunca juntos a la escuela.

Cada uno tesela
del mapamundi.

Nadar, leer, escribir
con viento
en un escritorio de arena
las tres conjugaciones.

Alrededor de un pensamiento
giraba la atención
llamada madre.

Volvía
como vuelve un verso.

En una mesa ciudad,
del otro lado de los pirineos
me esperan para la cena.


Vías de Barcelona a Cerbere, 30 de julio de 2009


En: “Serie de banda rumorosa”, Alción Editora, 2011.
Foto: Jmp, Taller Mundo despierto, City Bell.


Roxana Páez nació en La Plata. Poeta, ensayista. Reside en Francia. 

Rafael Felipe Oteriño, la caverna y otros poemas


CRUJIDO

Viejo crujido de la escalera,
me has acompañado hasta aquí.

Cuando, debiendo llegar a tiempo, me demoraba,
trepado a invisibles caballos en el camino.

Y cuántas veces cerraste la puerta al dedo incisivo,
disimulando el metal de las palabras

          con pisadas de gato.

Ahora se mueve enorme tu péndulo:
toca los extremos de lo que no ha llegado aún
          y ya no pesa.

Como el cazador que ve una luz,
          y a esa luz se encamina,
subo y bajo despacio:

hasta que lo más duro de la oscuridad se disuelva.


VISIBLE, INVISIBLE

Miraba a través de las ventanas
y nunca era lo mismo:
el paso de los hombres y los ganados,
las nubes por encima de las cabezas:
todo era distinto cuando lo miraba por segunda vez.

Lo que a la mañana era dardo o trigo o bola de billar,
a la noche era fósforo
y permanecía encendido como el mismo sol.
La propia sombra era una figura desconocida,
recortada en el suelo.

También la lluvia era otra, ¿quién podía reconocerla
por sus largos silbidos?,
¿qué la mantenía unida a la infancia?,
¿qué hizo que fuera consuelo y no abrigo?
¿Qué hay, fuera de foco, entre el presente y el pasado?

La vida toma de la vida su insistencia.
Todavía aturdida por la oscuridad,
no cesa de sustituir lo visible por lo invisible,
y de dar a lo invisible
forma de pájaro, de pez, de lirio joven: de rostro.



LA CAVERNA


Tiene la sustancia del mundo: la oscuridad.
Una boca por entero abierta,
silencios de gigante que no se entienden.
El viento ha arrojado allí unas pocas palabras
          y las repite,
pero no son más que palabras, pues no regresan.

Yo permanezco a su lado: del lado del fuego.
Custodio la entrada y me observo
recortado en la sombra (no soy más que sombra).
Tengo la sustancia de los hombres:
curiosidad y entrega, orgullo y obstinación.


NOMEOLVIDES

Acostumbro
a recoger para ellos nomeolvides,
pequeñas flores de octubre
que se prenden a la solapa
como abrojos.
En la piedra no hay nada
que las sujete:
ni el pocillo con agua
donde las sumerjo,
y que de ordinario se seca
tras mis pasos.

Tal vez sea mejor así:
que duren el instante de llevarlas,
apenas la decisión
de ponerlas junto a unos nombres
que sólo yo
deletreo hasta el final.
Sí, tal vez lo importante
sea sólo eso:
que mantenga la promesa
de llenar los vasos
y no derramar el agua.


ESA VEZ, PLATÓN

Esa vez, Platón se equivocó: los poetas
no devuelven imágenes repetidas,
no conspiran contra la fidelidad de los espejos.
Hacen que el árbol de la razón
parezca enano. Que los espejos devuelvan
nuestro verdadero rostro deformado.
Tal cual es: con ojos hundidos
y una luz brevísima que irrumpe y desaparece.
Los poetas rescatan la moneda
que se perdió en el fondo del lago,
la gota que sin cesar perfora la piedra,
y eso también concierne a la República.


EN MEMORIA DE RAÚL GUSTAVO AGUIRRE

Sus últimos poemas iban directos al blanco,
palabras urgentes, como centellas,
de quien ha visto todo y no oculta nada.
Los leímos sin saber que se despedía
del día y del verano, del optimismo de Bach
y de la primavera orgullosa de Mozart,
a quienes amaba sin explicar,
porque sabía que las invenciones de Dios
no se explican. Hay uno, Cierras la puerta,
en el que los límites de la casa
son los límites del mundo, y en ella caben
el miedo y el error, la cumbre y el suelo
movedizo donde todo confluye.
En otro, Preguntas, se retrata a sí mismo
desesperado, tartamudo, aterrado;
confiesa haber perdido las señas y murmura
que no tiene camino ni memoria.
Y hay otro: final, escrito desde muy lejos,
en el que nos habla de una claridad
que se confunde con la claridad.
Pese a ser hija del lenguaje, la poesía
vela para que el lenguaje no pese.
Me despedí de él en una estación de trenes;
memorizo sus palabras, pero debo luchar
contra el tiempo, que me las arrebata,
las usa y las devuelve sin cesar a la vida.
La estrella fugaz se titula ese poema.


ESA CIUDAD

Esa ciudad se apaga cuando me duermo:
los ventanales no reflejan el sol,
los semáforos dejan libre el paso de los autos,
las sombras vacilan unos segundos,
atraviesan una puerta y desaparecen;
sobre el mantel, el crucigrama está resuelto,
una mano dobla las páginas del diario.

Nada de lo habitual permanece en pie:
los tranvías giran veloces,
se enturbia el agua de los jardines,
un velo de ceniza se extiende sobre las plazas,
cubriendo el lago, los botes y los remos;
los verdes del bosque desaparecen.

Arrebatados por una nube,
quedan más solos los animales del zoológico;
se ausentan, de pie, las estatuas,
mientras un viento repentino dispersa los colores
y borra, ya sin luz, los cables del teléfono
y el borde cansado de las cosas.

Pero, ay, todavía queda algo que no he dicho:
esa ciudad continúa dentro del sueño. 


ARTES

Primero, el arte de ser derrotado;
luego, el arte de conversar a solas;
más tarde, la serena indiferencia;
por último, el arte de no ver nada
aún viéndolo todo.

Cuánto tuvo que aprender esta cabeza
para ser calva, enteramente calva
─por dentro y por fuera─,
en el camino de una nube
que se aproxima despacio.


En: “Todas las mañanas”, Ediciones Del Copista, 2010.


LA POESÍA

La poesía
no es
croar de ranas
en un estanque vacío
un amanecer de invierno.

Tampoco es
laboriosa
carta de amor
escrita
en nuestra memoria.

Es invención
de reglas:
una suspensión
entre emoción
e ideas.

El rítmico abrazo
–el beso–
de palabras
recogidas
en la calle.

O, cuanto menos,
“occasioni”:
barquillo de papel
que debes conducir
a un puerto seguro.

Pues,
salvo la Musa,
¿quién puede decir
que esto
es un poema?

Cuando, en verdad,
no hay reglas;
cuando cada poema
crea sus propias
reglas.

Y cada poema
destruye
esas reglas.
Cada poema
es un sacrificio


En: “Lengua madre”, Nuevohacer Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.

Rafael Felipe Oteriño (La Plata, 1945).

Foto: Rafael Felipe Oteriño, Marta Miranda y José María Pallaoro. 
La Plata, presentación Naranjos de fascinante música, 
circa 2003. Archivo de la talita dorada.